Viernes 18 de Septiembre – 24,8 km
Ibuprofeno… no gracias!!!

Anoche me quedé charlando con las mujeres del albergue. Mujeres mayores solteras que, pícaramente pero cariñosamente, me tomaban el pelo. A las 23:00 me voy a la cama a tientas en la oscuridad.

El monstruo del camino anduvo suelto durante la noche. Sus pavorosos rugidos se escuchaban con claridad, quitando el sueño a más de uno: a medianoche sentí que alguien me zarandeaba a la par que decía: «¡Date la vuelta, date la vuelta!». —¿Cómo?— Pero ya había entendido la situación, así que me di la vuelta.

A las 7:30 me levanté, aseo, dientes, recoger mochila y sentarme a desayunar en el mismo albergue. Ya se había ido todo el mundo, así que estuve un rato hablando con Lobo, el hospitalero que me recibió ayer al llegar. Wolf, ya que es alemán, lleva 19 años en el Camino, ha hecho unas 8 veces el camino completo y otras tantas diversos tramos, aunque últimamente dedica su tiempo a servir como hospitalero. Wolf ronda los 70, está totalmente calvo y luce una barba canosa y larga cual San Nicolás del Camino.

La pena de irme de un pueblo tan lindo se me pasa rápido. El paisaje es precioso, y aquellas montañas que desde hace días he visto acercarse desde el horizonte, ahora están bajo mis pies. El cambio de vegetación de ayer ahora es total: discurre en arboledas de robles y pinos, alternadas con claros. Lo mejor de haber empezado en la llanura leonesa es la satisfacción que produce el cambio de paisaje.

En Foncebadón paro a tomarme un té y a secarme los sudores. Allí travo con un vallisoletano que me cuenta que no está haciendo el Camino, que él lleva desde mayo viviendo en Matavenero, que resulta ser una “ecoaldea” (comuna hippie para otros), autosostenible y de organización asamblearia. Me cuenta cómo conoció la aldea hace un año cuando trajo a un colega, y que le gustó tanto que acabó viniéndose él. Hoy él ha venido caminando hasta Foncebadón porque un colega le trae parte de sus cosas desde Valladolid. Nos despedimos con un apretón de manos y buenos deseos.

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Desde Foncebadón se sigue subiendo más de lo esperado antes de empezar a llanear. Por fin llego al techo del Camino en territorio español (1504 m), la Cruz de Fierro, donde muchos peregrinos depositan la piedra que cogieron en el origen de su camino. A partir de aquí me espera la parte más dura de la etapa: tengo que bajar casi 1000 m de altitud (949 pone mi app) en apenas 11 km, y la mayor parte por un pedregal inmundo.

Empiezo a bajar un poco hasta llegar a Manjarín. Allí me topo con el Refugio Templario. ¡Wow! Qué sitio, lleno de símbolos y simbolismo. Pensaba que podría picar algo, pero solo refrescos, café y té. Me tomo un café… ¿achicoria? Juraría que es achicoria. El refugio no tiene subvenciones, así que se gestiona con donativos… achicoria.

Mientras descanso un poco, termino hablando con Javier, el responsable actual de todo aquello. Al decirle que soy de Tenerife, desato en él una tempestad de recuerdos, ya que vivió sus primeros 5 años como oficial del ejército en La Laguna, en concreto en El Coromoto. Llegó allá por el 75 y le pilló de lleno el accidente de Los Rodeos del 77 (mayor accidente de aviación), cuya gestión le reportó una mención y un ascenso, creo recordar. Seguimos tirando del hilo y me habla de Teófilo, otro oficial tinerfeño…

El camino sigue “llaneando” y empiezo a pensar en que tenía que haber comprado algo de comer cuando veo un cartelito en medio del monte que pone que a 1 km, bar móvil. ¡Chupi! Los kilómetros de montaña son más largos que los km gomeros, y cuando llego lo celebro: bocata de lomo y queso y cerveza. Las avispas me persiguen con avidez; si fuera más chico me comían.

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Es la 1 y media de la tarde. Quiero llegar a Molinaseca, que son 25 km y ya llevo la mitad. Empiezo a sentir molestias en el interior de los muslos, pero no son abductores (creo), porque es en la mitad inferior del fémur… Se me ocurre tomarme un ibuprofeno… idiota de mí.

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Empieza la bajada y voy muy bien. La pendiente es pronunciada y es un auténtico pedregal, pero con los bastones se hace cómodamente… pero a los 2 km, de los 6 que hay hasta El Acebo (primer pueblo), me rompo en dos. El dolor que había sentido, y que había desaparecido con el ibuprofeno, retorna como un puñal en ambos muslos. Tarde, soy consciente de que con el ibuprofeno he enmascarado el dolor y lo que he hecho es reventar lo que antes no era más que una molestia. Me toca bajar como un anciano, pie delante de pie, tratando de cargar la mayor parte del peso en los bastones… bufff.

Llegar hasta El Acebo es un vía crucis. Allí paro casi una hora, pico algo con un jarrón de cerveza. Hasta Molinaseca son 8,1 km; no voy a llegar, pero tal vez hasta Riego de Ambrós pueda, que son 3,4. En eso me encuentro con Laura y Judith, las americanas. Les cuento mis penurias y ellas me dicen que se quedan allí en El Acebo, que el albergue es una maravilla que parece un resort… ¡tiene hasta piscina! Yo voy a empezar a caminar a ver qué tal; si me veo un poco mejor, trataré de ir hasta el siguiente. Me levanto, no estoy bien, pero estoy mejor. Son las 17:00.

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Voy a paso de procesión, pero el temido asfalto, en circunstancias habituales, es ahora una bendición, que me evita los equilibrios. Voy avanzando y me decido a llegar hasta el siguiente. En hora y pico llego hasta Riego de Ambrós, el descenso ha sido de 100 metros. Hasta Molinaseca son 4 y pico km más, pero 400 metros de descenso… Al ritmo que voy creo que, en el peor de los casos, llegaría cayendo el día.

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El día está precioso, no hay ni una nube; de hecho, hace horas que voy sin polar, hace calorcito. Ello me anima a continuar, voy a tener luz y buena temperatura. Por otra parte, asumo que mañana tengo que tomarme uno de los 6 días “de libre disposición” que planifiqué para situaciones así. Si tengo que recuperar, prefiero llegar hasta Molinaseca, que tengo entendido que es muy linda y está al terminar la bajada, de modo que me ahorro tener que seguir bajando cuando retome la marcha…

La salida de Riego de Ambrós es otro pedregal, luego llanea un buen rato y después es de nuevo senda angosta, entre arboleda, empinada y pedregosa. A ratos me paro y saco una foto; pese a todo, es precioso. A ratos me paro y fumo un cigarro, pie delante de pie… y de repente, la estampa surrealista del día: en mitad de una infernal y pedregosa pendiente, un hombre y una mujer de unos 40 y tantos forcejean con una descomunal silla mecánica para discapacitados, cargada hasta los topes de bártulos mil… ¿pero qué coño hacen aquí? Si es para inválidos, ¿quién es el inválido? Porque ambos forcejean inútilmente por salvar una piedra, a la que siguen tropecientas… Mal informados, ¿pensaron que El Camino era una carreterita de tierra? ¿O una impetuosa fe los mueve a expiar su indecible pecado, o una milagrosa recuperación que ahora pagan con este martirio que convierte el calvario del portador de la cruz en un paseo?

Paso junto a ellos y no puedo decir “buen día” o “buen camino” como acostumbro… les deseo suerte y continúo cabizbajo mi propio calvario a paso penitente. En ese momento nos cruza un titán con bici de montaña, y mentalmente compongo la imagen: dos santos portando la silla para el lisiado de los bastones… me imagino sentado en aquella silla, ayudado por aquel hombre y aquella mujer… Doy diez pasos más y el relieve es imposible… me imagino dando vueltas de campana, sentado en la silla mecánica… No puedo más; mi situación es tan insufrible que se torna risible y me despatarro de la risa, que ahogo internamente para no ofender a aquellos peregrinos cuya historia y razón desconozco, pero debo respeto. Pese a mi estado, los dejo “rápidamente” atrás… ¡suerte!

La historia anterior retorna de forma periódica a mi mente, haciéndome sonreír y aligerando el paso. Las primeras vistas de Molinaseca desde lo alto son bellísimas, me arrancan una lágrima de emoción. Estoy a un kilómetro y poco, pero tardo casi dos horas en llegar. Sobre las 20:30 entro en el pueblo; hace más de 11 horas que salí esta mañana.

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A la entrada del pueblo me espera un señor mayor. Yo llego en alto por el camino y, según voy bajando, me dice: «¡Qué horas! ¡Casi te pilla la noche!». Me río, le digo que razón lleva y que además llego bien jodido. En lo que bajo hasta la carretera, se levanta y se acerca hasta mí. Entramos en el pueblo juntos; debe estar jubilado, pero espera por mí al andar. Me entero de que es de Santiago de Compostela pero compró una casa en Molinaseca porque le gusta mucho, que lleva muchos años viviendo en Venezuela pero que va y viene con frecuencia, que aquello está jodido, pero no lo deja por los negocios que allá tiene. Al contarle que soy canario, hablamos de los lazos entre Canarias y Venezuela. Me habla del pueblo, de cómo fue el verano (44° en julio), del puente y de dónde sacar las mejores fotos. Al internarnos en la calle mayor, coge camino a su casa, pero nos despedimos cálidamente.

A pasito tun-tun avanzo por la calle y me paro en cualquier lado para buscar en el móvil dónde alojarme. En eso se me acerca un peregrino y me pregunta si busco alojamiento. “Sip”, le digo, y le cuento cuán jodido llego. Se llama Dominic y es de Austria y, cual ángel custodio, se echa mi mochila al hombro y me busca alojamiento. Primero en el suyo, que al parecer está genial, luego en otro que le habían reservado. Sobre las 21:00 estoy en el Hostal Alejandra: está genial, son superamables y tengo habitación individual por 20 €!!! Le doy mil millones de gracias y quedamos en vernos mañana, ya que él va a descansar aquí mañana también.

Me arrastro hasta el segundo piso del albergue. Por piedad, la hostelera carga con mi mochila. La habitación me parece un sueño, y está bien en verdad. Me ducho, me cambio y bajo a comer en el mismo hostal. En el restaurante está Dominic con una amiga que hizo días atrás en el Camino. Hablamos un poco y me siento a comerme una hamburguesa casera espectacular regada con un buen jarrón de cerveza.

A las 23 y pico me arrastro escaleras arriba y caigo frito ipso facto.

No one hears the snoring leviathan this night…

2 comentarios en “Día 7: Rabanal del Camino – Molinaseca

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